El agua es un elemento pesado y que necesitamos constantemente en grandes cantidades pero la parte buena es que podemos recogerla del entorno y no necesitamos cargar más que en las limitadas cantidades en la que la vayamos a necesitar de forma inmediata.

Basándonos en esto, ¿por qué no prescindir también de cargar con el agua que no vemos (pero también cargamos)? Esto comprende, básicamente, el agua contenida en los alimentos. Dicho agua constituye una parte muy significativa del peso final del producto. Si pudiéramos conseguir alimentos desprovistos de su agua de forma que fuera posible invertir el proceso y reconstituir el producto tal cual era a base de añadir el agua de nuevo, tendríamos un enorme potencial para la reducción de la carga a nuestra espalda. Pues esto existe y, además, no es nada extraño a nuestra vida diaria: son los alimentos deshidratados y liofilizados.

Liofilizados o deshidratados

Hay mucho mito que desmontar con lo que se refiere a los alimentos deshidratados o liofilizados. Primero de todo: ¿qué diferencia hay entre unos y otros?

En la práctica y en lo que se refiere al producto final (los polvitos resultantes), poca. La diferencia está en el proceso. Ambos procedimientos, deshidratación y liofilización, persiguen eliminar el agua de los alimentos. La deshidratación es el método tradicional; la liofilización es un proceso más complejo y que, parece ser, consigue unos resultados un poco mejores (elimina más agua; valga decir que nunca se elimina el 100%, aunque sí el noventaitantos) pero la diferencia no es importante.

Todo esto es mucho menos raro o moderno de lo que pueda parecer. La deshidratación de alimentos es, de hecho, algo tan viejo como el hombre, o casi. Ese tradicional secado de pimientos, tomates… es, de hecho, un proceso de deshidratación a base del calor del sol practicado en las zonas donde la escasa humedad ambiental lo permite. La deshidratación se consigue de una forma muy sencilla: consiste en aplicar calor para que la humedad salga del alimento en cuestión y mantener un ambiente seco para que se disipe en el entorno. Tradicionalmente, se consigue en los tejados de las casas o colgando los productos al sol; industrialmente (a gran o pequeña escala), se hace con un aparato deshidratador, que no es más que un horno especializado: un horno de temperatura baja y con un sistema de ventilación que elimina la humedad ambiental y mantiene un ambiente seco. Se puede hacer en casa; existen aparatos comerciales ex profeso.

La liofilización es un poco más compleja: se trata de congelar el alimento para posteriormente aplicar calor de forma que se produzca la sublimación de la humedad; esto lo estudiábamos en la escuela: el agua puede pasar directamente de sólido a vapor, sin pasar por fase líquida, aunque suene un poco raro. La liofilización se basa en esto y, aparentemente, consigue eliminar un porcentaje un poco mayor de agua que la deshidratación.

Cuando hablamos de alimentos liofilizados y, especialmente, en el contexto del montañismo, el estereotipo consiste en algo muy técnico, exclusivo, CARO y, si me apuráis, un poco pijo. Como si estuviera sólo indicado para grandes expediciones pero no para el pueblo llano. En parte, es cierto; pero no por la naturaleza en sí de los alimentos liofilizados, que son, en el fondo, algo muy mundano (mucho más de lo que creemos) sino por el tratamiento que se les da en el mundo del material de montaña: presentaciones siderales, cantidades exiguas, precios elevados y un aura general de exclusividad. Cuestión de mercadotecnia; nada que ver con la realidad fría y mundana de los liofilizados.

Nótese que, a partir de aquí, utilizaré indistintamente los conceptos de liofilizado y deshidratado; primero, porque el resultado final es similar y, segundo, porque en la práctica totalidad de los casos que voy a mencionar, no sé si el alimento en concreto está lo uno o lo otro… ni importa.

Desmitificando

Los alimentos liofilizados o deshidratados no son nada del otro mundo; muy al contrario, son cosas tan mundanas y tan presentes en nuestra vida diaria como la leche en polvo, el café soluble, el cacao soluble o la papilla de bebé. Lo son también las sopas instantáneas y los platos precocinados de los de “añadir agua y calentar x minutos…”. Lo son también las frutas desecadas tales como uvas pasas, orejones (que son melocotones pasos), ciruelas pasas… todas estas frutas han sufrido un proceso de desecación que les ha desprovisto de su humedad natural. Concretamente, estos ejemplos de frutas que he mencionado son los tradicionales, que se han hecho toda la vida (desconozco el proceso concreto) y ahora se comercializan también en versión “industrial” pero se pueden deshidratar prácticamente todas las frutas (las frutas son ricas en agua). En España, por desgracia, no es habitual encontrar otras frutas deshidratadas pero, a veces, buscando un poco, aparecen en alguna estantería: plátanos, fresas, cerezas, mango, papaya, coco, piña… si las encontráis, enhorabuena; son estupendas para la nutrición en el monte.

En realidad, cuando nos cobran una pasta indecente por un alimento liofilizado “de montaña” nos están cobrando la exclusividad del producto, es decir, básicamente una cuestión de imagen, al márgen de que, seguramente, son alimentos de mayor calidad que los de batalla del supermercado porque habrán partido de un producto base mejor pero el proceso viene a ser el mismo.

En América, la situación de los liofilizados es radicalmente diferente a Europa. Allí, a tenor de cómo es su naturaleza, las rutas de varios días son la norma; no hay refugios, no hay recursos más que los que lleves en tu espalda; consecuencia: los alimentos liofilizados se usan mucho, son algo común y hay una industria importante de alimentos liofilizados específicos para montaña/senderismo. Es fácil comprender por qué en Europa no es así; simplemente, no tendría sentido. Por eso, aquí los liofilizados tienen ese aura de exclusividad y de cosa extraña. Lo son, pero por una mera circunstancia del mercado, no por el producto en sí.

En América, de hecho, los alimentos liofilizados se presentan en una variedad enorme, con gran oferta de platos, sabores, tamaños, cantidades… muy lejos de esa pinta de galleta de polvo comprimido que a veces tienen las “cenas” liofilizadas que se encuentran por aquí y que provocan esa reacción de “¿y *eso* es lo que tengo que cenar?”. Y, por fin, los precios, sin ser de saldo, no tienen la categoría de artículo de lujo que encontramos aquí. Es lógico: la demanda es mucho mayor; la oferta, también. Una vez leí que alguien comentaba, medio en serio, medio en broma, que Nueva Zelanda (donde el senderismo es poco menos que el “deporte” nacional) es el único sitio del mundo donde puedes comprar comida liofilizada (de la guachi) en el supermercado y, además, la cajera te informará de los mejores senderos de la zona. Nuevamente, un caso en el que la situación es radicalmente diferente a Europa, aunque el producto es el mismo.

Estamos acostumbrados a ver alimentos liofilizados de ciertos ingredientes pero las posibilidades van mucho más allá de pasta o arroz con unos polvitos que luego se convierten en salsa más algún tropezón despistado de origen desconocido; en realidad, se puede liofilizar casi cualquier cosa. Se trata de cortar en pedazos pequeños aquello que se quiera liofilizar para que el desecado y regenerado sean uniformes. Si las piezas fueran muy gordas, se desecaría mucho antes la periferia y lo mismo al regenerar.

Con esta premisa, podemos encontrar alimentos liofilizados de lo más variopinto: cocido (con sus patatas, zanahoria, guisantes… este está muy bueno), huevos revueltos, tarta de queso, yo qué sé… y muchos otros que se pueden hacer. Y, no, que yo sepa, aún nadie ha comercializado cerveza o vino liofilizados. Eso sí que sería un puntazo.